viernes, 11 de junio de 2010

Las 17:40

El reloj marcaba las seis menos veinte. Debía estar estropeado, porque hacía un buen rato marcaba las seis menos veintidós. Miré el reloj del ordenador y el de mi teléfono móvil. No podían estar todos igual estropeados. Realmente eran las seis menos viente. Este fenómeno, él de que el tiempo se estire cuando debería encogerse, es decir, cuando lo pasamos mal, y al revés, que el tiempo se encoja cuando debería estirarse, es decir, cuando lo pasamos bien, debería ser estudiado por la medicina. Acabaríamos con muchos de los sufrimientos mentales de la gente en todo el mundo si lo solucionáramos.

A mi esto me pasaba siempre al final de mi jornada laboral. Cuanto más cerca estaba del final del día, más largo se me hacía. Mi jornada de trabajo al final era dos o tres horas más largas de lo que decía el reloj. Eso, sin contar que muchas veces después de una última media hora (que había sentido como dos o tres horas) mi jefe me liaba y me tenía que quedar más tiempo físico (no hablemos ya del tiempo psíquico). El maldito cabrón, esperaba al último momento, cuando estaba recogiendo, para hablarme de algo de máxima urgencia que me obligaba a echar más horas, cuando la última hora podía haber estado adelantando trabajo, es decir haciendo algo nada urgente. De hecho, muchas veces me lo decía cuando ya había apagado el ordenador. En mi psique, el tiempo que tardaba en arrancar el ordenador era toda un eternidad, dónde por mi mente daba tiempo a enumerar todos los insultos de la lengua española varias veces.

Cuando por fin llegaba el momento de salir, venía el mejor momento del día: El tren. Ahí leía y me evadía de todo el planeta, hasta de mi mismo, devorando las páginas y viviendo con intensidad sus historias. Ese momento, el más placentero del día, se me pasaba como un breve suspiro, a pesar de que tardaba alrededor de hora y media a llegar a mi casa.

Luego llegaría a mi casa, dónde me esperaba mi mujer. ¿Qué decir de mi mujer? Pues que era una pesada, que hablaba demasiado y nunca lo hacía de algo interesante. El tiempo que pasaba con ella, que no era mucho, se hacía eterno. Hacer la compra, preparar la cena, ir al cine, cualquier cosa que hiciéramos juntos era un paseo interminable por un sendero lleno de ramas que te atizaban por arriba y cardos borriqueros que te pinchaban por abajo. Hasta el sexo se hacía insufrible. La única manera de llegar al orgasmo, era recordando esas veces en las que me acosté con alguna chica que me gustaba mucho, y de tanto que me gustaba, no aguantaba mucho tiempo precisamente. Si con ellas ese tiempo que aguantaba era escaso, en mi mente era aun menos. Eso sí, la vergüenza que pasaba después, hasta que ellas se iban (y no solían tardar mucho en huir) era larguísima. Bueno, pues con mi mujer el sexo era eterno, o eso me parecía, a pesar de que lo hacíamos de mucho en mucho, y yo llegaba al coito con... con los testículos llenos de "amor", por decirlo de manera elegante. Me aburría ella, me aburría su conversación y no podía sacarme sus punzantes comentarios de mi cabeza ni cuando fornicábamos.

Después llegaría el segundo mejor momento del día (que irónicamente era de noche), la cama. Me refiero a la cama con el objeto de dormir digo. El momento del sueño, siempre y cuando no irrumpieran en él terroríficas vaginas conyugales, amenazadoras voces grabadas que anunciaban el final de trayecto, o inoportunas urgencias laborales, salvo que alguna de estas recurrentes visiones irrumpieran transformando el sueño en pesadilla, este era el segundo mejor momento del día, y por lógica, el segundo más corto. A veces tenía la sensación de haber cerrado los ojos tan sólo unos segundos cuando el despertador sonaba, y me transportaba, de la manera más drástica, del segundo mejor momento del día a posiblemente el peor.

Es curioso, y a mismo tiempo frustrante, que los mejores momentos del día sean en los que menos consciencia tengo. También es curioso y puñetero a su vez, como percivimos el tiempo. ¿Cómo algo tan medido, y sobre lo que se sustenta el frenético ritmo de vida que llevamos, podía ser tan subjetivo? En fin...

Volví a mirar el reloj y eran las seis menos dieciocho. Aún quedaban dieciocho minutos (largos como días), mil ochenta segundos (largos como horas), para salir del trabajo y disfrutar durante noventa minutos (cortos como segundos) del evasivo placer de la lectura.

2 comentarios:

  1. Y a mí que hace tiempo que el tiempo me corre tremendamente lento..

    A ver cuándo me dan tiempo para arreglar eso

    :) Un placer leerle de nuevo (a pesar de la tardanza xD)

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  2. andriu, eres mucho menos deprimente en persona... tus historias son bastante ANGUSTIOSAS
    así que seguiré leyendo otro día
    que hoy quiero que el tiempo pase rápido

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