jueves, 13 de mayo de 2010

Culpable.

Cogió el documento de texto y lo envió a la papelera de reciclaje. Después hizo doble click sobre el icono de la papelera, buscó el documento y lo eliminó definitivamente. Para siempre.
"Papelera de reciclaje", dijo para si. "Aquí no se recicla nada. O se elimina del todo, o se rescata de un arrebato de excesiva higiene digital, pero no se recicla nada."
Sabía que no se arrepentiría de haber acabado para siempre con aquel texto. Solía guardar todo lo que escribía, aunque no le gustara lo más mínimo, por si acaso. Hay creaciones que con el tiempo, sin el embotamiento de los sentimientos recientes, se ven mas nítidas y se aprecian matices que el día que se excretaron no se apreciaban. Pero este texto era y sería una vergüenza. Y no vergüenza propia ante sus lectores, sino ante si mismo. Seguramente, mas de uno habría apoyado las ideas expresadas en el texto, e incluso habría quién incluyera alguna de sus frases en alguna discusión de bar, de esas en las que se pretende arreglar el mundo, pero lo único que se consigue es arruinar una buena borrachera. Además, después de citarle, los mas honestos dirían su nombre, aclarando que no son los creadores de la genialidad, para mayor bochorno del genio. Es posible también, que algún lector le reconociera por la calle y le dijera; "me encantó la parte en que..." refiriéndose a este texto en concreto. Entonces, enfrentarse con su vergüenza, o mejor dicho, afrontar la poca vergüenza de haberlo publicado, cara a cara, sería insoportable. Hubiera vivido con el temor constante de que en alguna promoción, o en alguna entrevista, alguien hubiera sacado a relucir ese artículo. Se hubiera visto condenado a recluirse en su casa, sin teléfono, sin internet, sin televisión y sin ningún medio de comunicación con el exterior, por miedo a ser preguntado, criticado o elogiado por esas frases. Las mas falsas de su vida.

Había empezado el día con vigor. Había desayunado una buena taza de café con dos tostadas y antes incluso de encender el primer cigarro, se había sentado delante del ordenador con intención de escribir algo grandioso para su columna semanal en el periódico.
El tema era totalmente libre. Tenía la suerte de poder elegir. Mientras no atacara al propio periódico, o a sus dueños, podía hablar con libertad de lo que quisiera. Normalmente hacía referencia a algún hecho cotidiano, o algo nimio que hubiera llamado su atención durante la semana. Cogía ese hecho trivial y lo retorcía hasta extraer todo su jugo, rematando con alguna observación reveladora, haciendo un giro ingenioso e imprevisto en las últimas líneas, o ambas cosas a la vez. Pero esta vez quería algo grande. Algo que indignara a los lectores, que les hiciera casi levantarse... ¡Qué digo casi! Qué les obligara a levantarse de la cómoda silla donde reposaban sus orondas y callosas nalgas, con intención de hacer algo al respecto.

Empezó con esa idea. Un texto de protesta contra el inmovilismo de la sociedad, contra el conformismo de la clase media, contra la burguesía y las cadenas inmateriales con las que viven presos de sus bienes materiales. Siempre estaban hablando con sus vanos conocimientos y su vasta pero inservible cultura, de cambiar el mundo, pero sin empezar nunca nada. Como si expresar su disconformidad ya fuese suficiente contribución con la lucha contras las injusticias. Sin entrar en acción nunca jamás.

Dejó de escribir. Había algo que no encajaba. Dio una potente intensa a su cigarro, y expulsó el humo desparramándolo por la pantalla del portátil. Cuando el humo se disipó, como cuando se va el vaho de un espejo, se reconoció en el reflejo de si mismo que resultaba ser el texto. Había que buscarle otro enfoque, e intentado arreglarlo, se vio escribiendo una ristra de excusas; que si él al menos empleaba su trabajo para remover conciencias, que su deber como intelectual era denunciar las injusticias e influir en la opinión pública para que el gobierno, temiendo ponerse el electorado en contra, tomara las medidas oportunas... Eso ya no era una carta de protesta. Era una disculpa firmada, y así no iba a levantar del sillón a nadie.

Sin borrar lo anterior, empezó de nuevo. Probó con el cambio climático. ¿Pero cómo podían los dirigentes mundiales obviar un problema tan serio? ¿Cómo era posible que eso no tuviera consecuencias en las urnas? ¿Cómo podíamos consumir tanta energía tan caprichosamente, sin que nos reconcomiera la conciencia por dentro? De nuevo algo fallaba, y no era el texto. De nuevo la pieza que no encajaba en el texto era él mismo. Si bien es cierto que el tema le preocupaba, ¿qué hacía él, a parte de comprar un coche diesel aun sabiendo que seguía contaminando igual? ¿Qué hacía además de separar la basura y echarla en los correspondientes contenedores de colores, aun teniendo la certeza de que luego todo iba a parar al mismo montón? ¿Qué hacía él, a parte de cerrar el agua de la ducha cuando se enjabonaba en el baño, o de apagar las luces de las habitaciones en su casa a medida que las abandonaba, para luego dejar correr el agua del grifo para tener agua fría o caliente y dejara las luces encendidas al salir de casa para disuadir a los ladrones con una estancia simulada? ¿Qué es lo que hacía? Nada. Esos gestos eran tan sólo calmantes para la mala conciencia.

Sin borrar lo anterior, empezó de nuevo, y de nuevo se encontró ante el mismo problema. Y recomenzó sin borrar, y otra vez el mismo muro enfrente. Recomenzó otra vez y de nuevo el mismo escollo, y otra vez, y otra vez, y otra vez. Y así pasó tantas veces como con temas lo intentó: Energía nuclear, cultivos transgénicos, venta de armas a países en conflicto, telebasura, politización de medios, violencia de género, especulación inmobiliaria... En todos los temas se veía como parte del problema.
Finalmente, decidió hacer una recopilación de todos los intentos, intentado mostrar un panorama apocalíptico del mundo, con una sobredosis de información a modo de maquillaje que ocultara las carencias del texto. Fuera lo que fuera, tenía que enviar algo a la redacción antes de dos horas.

Cuando terminó de arreglarlo para que tuviera un sentido y una cohesión decentes, se fumó un cigarro en el balcón, intentado despejar la mente. Una vez apagada la colilla, lo imprimió y lo leyó. Al terminar la lectura de la última línea del folio, encendió otro cigarro, desmenuzó el papel y lo quemó en el cenicero. Se llevo los dedos a las sienes. Había dedicado mas de una jornada ordinaria de trabajo a un texto que, aunque desde la teoría decía grandes verdades, en la práctica era lo mas hipócrita que había escrito en toda su carrera profesional, e incluso en su carrera no profesional. Entonces fue cuando lo envió a la papelera de reciclaje y lo eliminó definitivamente, eliminando también cualquier tentación de enviarlo a la redacción.
Esto lo hizo antes de mirar la hora, para no verse obligado a publicarlo por falta de tiempo. Miró la hora y era tarde, muy tarde. En veinte minutos tendría que enviar algo decente o no le pagarían. Terminó el cigarro, se sentó y comenzó a escribir de corrido.

Querido lector, si me ve paseando por la calle, no se corte, insúlteme, critíqueme, escúpame si lo cree necesario, pero no me deje ir de rositas, pues la culpa es mía. No es toda mía, pues no soy el único responsable, pero soy cómplice, y por ende culpable, de prácticamente todas las injusticias del mundo.
Soy culpable de la explotación descontrolada e insostenible del planeta, de la esquilmación de los mares, de la extinción de los delfines y las ballenas. Soy culpable de permitir y contribuir con la destrucción de la mejor herencia posible para sus hijos. Soy culpable que haya armas en los conflictos civiles y de que se masacre a poblaciones indefensas. Soy culpable de las torturas, violaciones y ejecuciones de miles de personas en el mundo. Soy culpable de apoyar con mi dinero a las multinacionales que exprimen inocentes, que expropian sus tierras, que luego las devastan y soy culpable de que les contraten como esclavos en sus fábricas cuando ya no tienen nada. Soy culpable de las desigualdades del mundo. Soy culpable del abuso de los banqueros, del abuso de los promotores inmobiliarios, del abuso de poder de la policía y del abuso de poder en su trabajo. Soy culpable de la devaluación de los valores morales y de la degradación sistema educativo. Soy culpable de inculcar a las nuevas genreaciones unos principios fallidos y decadentes, y de contribuir aun más con ello dando mal ejemplo. Soy culpable de todos estos delitos, y de muchos más que, por falta de espacio, no puedo poner.
Así que, cuando me vea paseando impunemente por la calle, no dude ponerme en mi sitio y hacer todo lo que crea necesario para hacerme entrar en razón. Pero después de haberme puesto en mi sitio y vuelva a casa satisfecho por haberme propinado mi merecido escarmiento, no deje de mirarse en el espejo, y observar con sinceridad su reflejo. Porque recuerde; usted no es mala persona, pero sí es culpable.

El artículo inexplicablemente no fue publicado. Y digo inexplicablemente porque al final, después de sus aspiraciones de grandeza, había acabado haciendo lo de siempre.

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